viernes, 14 de septiembre de 2007

FELICES 91 TATA LUCHO CORVALAN


FELICES 91 TATA LUCHO CORVALAN


Este viernes 14 de septiembre Luis Corvalán Lepe ha cumplido 91 años.

Y los celebra sin boato ni homenajes, sino al calor de la familia, aunque muchos familiares, amigos y compañeros lo han estado llamando y saludando.
A los 91 el Tata se encuentra trabajando en su computador, preparando un gran libro sobre la Democracia que promete ser un tremendo testimonio del aporte que han hecho los comunistas a la construcción de la democracia en Chile.
Doña Lily como siempre ha estado recibiendo llamadas telefónicas y visitas de queridos amigos, parientes y compañeros que llegan con presentes, regalos y engañitos para don Luis.
Y su nieta más chica, Catalina de 3 años, lo invitó esta tarde a su jardín donde le bailará una cueca dieciochera.
Si bisnieto Emiliano, también estará para saludar a su bisabuelo, junto a su mamá, Adela Secall, su abuela Viviana y su apá el Macha.
Este año no estará Andrea "Rulito" que lo ha llamado desde los Estados Juntos donde se encuentra estudiando.
Lo mismo desde México lo recuerda su nieto Diego, el único que puede preservar el apellido,
Su hija Pilina, su yerno más antiguo Rodrigo y su nieta Ximena se preparan para el encuentro de esta noche.
Lo mismo su nu(si)era Ruth que este mees organizó el lanzamiento del libro y de la película.
Su hija María Victoria le hizo un singular regalo y junto a Julieta, Irina, Catalina y el Flaco Ro se aprestan a alegrar esta jornada.
TODA LA FAMILIA LE DICEN HOY, FELIZ CUMPLEAÑOS, TATA LUCHO, FELICES 91, YA FALTA MENOS PARA LOS 100.

REFLEXIONES DE JORGE MONTEALEGRE EN EL LANZAMIENTO DEL LIBRO DE LUIS ALBERTO


PALABRAS DE JORGE MONTEALEGRE EN EL LANZAMIENTO DEL LIBRO DE LUIS ALBERTO, "VIVI PARA CONTARLO"
("Escribo sobre el dolor y la esperanza de mis hermanos")

Agradezco infinitamente a Ruth Vuskovic el haberme invitado a compartir la presentación del libro de Luis Alberto. Le dije que tal vez era más adecuado que ocupara este lugar alguien que lo haya conocido más: un camarada, un compañero de camarín en el estadio o de casa en Chacabuco. Alguien como Milton Lee, Marino Tomic, Manuel Cabieses, en fin. Me honra ser yo el invitado y trataré de hablar por otros que también lo recuerdan con inmenso cariño y respeto. Este es un libro que he leído muchas veces, y parte de él la he citado en mi propio testimonio –“Las frazadas del Estadio Nacional”- con el fin de acercarnos a un relato colectivo donde cada uno va poniendo una pieza para completar una memoria que nunca termina de construirse.

Tanto es así, que hace menos de una semana aparece en las noticias el procesamiento a Humberto Minoletti, el oficial de Ejército que nos recibió en Chacabuco y que está consignado en este libro desde 1975. Con su corvo a la vista y una fusta en la mano, dueño del mundo, Minoletti nos propinó una diatriba que nunca olvidaríamos. Mientras hablaba de la patria y la antipatria, los soldados nos sometían a una vejatoria y minuciosa revisión que, además de absurda, era inútil. Las amenazas llovieron en el desierto. Y a Minoletti había que creerle. Años más tarde nos enteramos de que poco antes de inaugurar Chacabuco había participado en los crímenes de la llamada Caravana de la Muerte, exhumando cadáveres y cambiándolos de lugar en el desierto. Hoy sabemos de su condena. Una justicia que tarda demasiado y que en este caso no llega, porque Minoletti está en el extranjero y hay que extraditarlo. Pero su nombre está en este libro. Y eso es muy significativo.

Defender la memoria y la utopía es un objetivo más ético que estético en un relato que nace principalmente como una expresión testimonial, desde la experiencia de la derrota y la represión en el Chile de 1973. En esta obra, que hoy se publica con el título “Viví para contarlo” coexiste propiamente el relato y el anecdotario, con el testimonio formal ante una Comisión Investigadora Internacional y el discurso político, que denunciaba la represión en el contexto de la solidaridad internacional y del exilio. Una modalidad de registro –de oralidad y escritura- que se potencia con otras formas de testimonios que se trenzan con la política y la literatura y la historia. Es, entonces, escritura de la memoria. "Toda literatura -afirma el escritor cubano Víctor Casaus- ha sido siempre un acto de testimonio. La poesía oral y olvidada de los pueblos del pasado; los textos clásicos que narraron las grandezas y desventuras de los héroes míticos; los poemas épicos que cantaron hazañas increíbles; las novelas que se propusieron revelar minuciosamente los paisajes interiores y exteriores de sus personajes y épocas; y aún la obra que fue creada -confesión de su autor- para huir del mundo circundante: todos dieron testimonio -incluso sin proponérselo- de sus respectivos tiempos, las condiciones sociales y económicas, las costumbres y hábitos, las relaciones entre los hombres, o la relación del hombre consigo mismo".[1]

En este caso, el testimonio es intencionado y está referido a las condiciones de prisión en el Estadio Nacional y Chacabuco y cumple –tal como lo plantea Juan Armando Epple- con ese “objetivo central o primordial del testimonio (que) no es explicar comprensivamente toda la trayectoria vital del autor y su tiempo, sino dar cuenta de la experiencia crucial de la fractura o del cambio. El propósito narrativo del testimonio es documentar, así, lo inédito".[2]

La experiencia crucial, en Luis Alberto, de la prisión política inmediatamente después del golpe. Crucial en lo personal, en un cambio de guión vital individual, pero coincidente con la experiencia crucial de miles de personas. Así, el “testimonio busca dar cuenta de los hechos que pueden explicar los cambios de una sociedad en su etapa inicial, y como todo discurso dialoga implícitamente con un código colectivo de sentidos, insertándose en una historia mayor".[3]

Junto con dar cuenta, el testimonio tiene validez literaria y autenticidad histórica. El texto es un objeto que "cuenta" la historia a partir de elementos anecdóticos verdaderos o "no-ficticios". El libro de Luis Alberto, escrito inmediatamente al llegar al exilio, es también, como escritura, testimonio de una época y una circunstancia de solidaridad internacional, de denuncia, en un contexto de guerra fría.

En sus páginas, Luis Alberto es un testigo y un protagonista, que registra y divulga su experiencia con criterio de veracidad. Es minucioso y preciso en su defensa personal contra el olvido. En esa perspectiva, estamos ante un genuino aporte a la memoria histórica. Ahora, que sea riguroso y que sea protagonista, no descarta una perspectiva de relato hecha desde la sencillez que humaniza el relato y que ilustra una situación colectiva ni deja afuera el sentido del humor que lo caracterizaba.

A Coné –así le decíamos porque era hijo de Condorito- se le achicaban los ojos cuando sonreía. Y lo hacía frecuentemente, a pesar de las circunstancias. Tenía facilidad para encontrar ese ángulo gracioso que hacía de nuestra situación una tragicomedia. El humor de Luis Alberto enseñaba a vivir. En éstas, sus memorias de prisión, registra con mucha gracia un episodio pleno de picardía, irónico para carceleros y prisioneros, donde la precariedad del poder, la humanidad y el absurdo alcanzan dimensiones insólitas difíciles de aceptar por las historias oficiales. Me refiero a la banda de guerra encargada al preso político Filistoque, que no contaré ahora para que sea el mismo Luis Alberto quien se las cuente desde su libro. Pero es imperdible. En base a ella, el dibujante Guidú –Guillermo Durán- publicó una historieta cómica hace algunos años.

Con Luis Alberto Corvalán nos hicimos amigos en el Estadio y más tarde debimos compartir Chacabuco, otro campo de prisioneros. Luego, también nos encontramos fuera de Chile. En 1975 estuvimos juntos en México para testimoniar ante la III Sesión de la Comisión Investigadora de los Crímenes de La Junta Militar en Chile. Con un soplo al corazón y resentido irreparablemente por las torturas, al poco tiempo murió en Bulgaria, a los 28 años. Es difícil olvidar la sencillez y la juventud, el coraje y la alegría de Coné.

La familia de Luis Alberto fue diezmada con el golpe de Estado. Además de tener a su padre en la Isla Dawson, su propia esposa estaba prisionera… en el mismo Estadio Nacional. "Muchos de los que allí estábamos teníamos a nuestras esposas —escribe en estas páginas—. Muchos fueron interrogados en presencia de ellas (…) o ellas en la presencia de sus maridos para que éstos confesaran y firmaran documentos que consignaban crímenes o delitos jamás cometidos. A muchos, incluso, les fueron a buscar a sus mujeres a las casas para cometer tales barbaridades".

En las galerías sabíamos del caso de Luis Alberto y Ruth. Era muy comentado por la prominencia de sus padres: Coné era hijo del senador Luis Corvalán, jefe del Partido Comunista; y Ruth, de Pedro Vuskovic, ex ministro de Economía del Gobierno del Presidente Allende. "Al no encontrarlo se llevaron a mi esposa que amamantaba al pequeño de tan sólo ocho meses de edad".

En el Estadio, él estaba preso en el recinto futbolístico; ella, en la piscina. En cierta oportunidad los milicos pidieron voluntarios para ir a dejar frazadas y colchonetas a la piscina. Estábamos en las graderías, cerca de la puerta de Maratón. Para muchos era buena cosa hacer estos trabajos, porque podía significar más pan o información u otro aire. Pero esta vez, como en un pacto silencioso, no tuvimos ni un asomo de dudas para que la oportunidad fuera aprovechada por Luis Alberto. Y se le facilitó el camino para que resultara casualmente voluntario. Y partió. "Ante nuestros ojos aparece una montaña de colchones y frazadas. Pienso para mis adentros —escribe Coné— ¡cuánto frío estamos pasando y estos hijos de puta a unos metros de nuestro frío tienen almacenado y ordenadito el abrigo que nos niegan!"

Esta vez el calor de las frazadas tenía un destino que Luis Alberto todavía no tenía claro. La carga se echó en un carrito y la sorpresa fue tomando forma en la medida que se acercaban a la piscina. "El corazón brinca de alegría y quiero ir más rápido que la escolta. Me doy cuenta que podré ver a mi compañera". Llegan a los camarines de la piscina y son recibidos por las prisioneras, llenas de preguntas y de cariño. Mientras unas buscan a Ruth, otras descargan el carrito para que Luis Alberto quede desocupado. Y se encuentran. Luis Alberto relata ese encuentro. Hasta que alguien le advierte: -¡Listo, compañero! Apúrese porque llegó un oficial.

Además del amor –que no es poco- nuestras necesidades eran básicas: abrigo y alimento. El momento del reparto de la comida era un instante de angustia porque la comida nunca alcanzaba para todos. Se repartía menos de la que era necesaria, por tanto dependía mucho desde donde empezaba su recorrido la escuadra de servicio —y quienes integraban esa escuadra— para calcular hasta dónde había comida asegurada y quienes peligraban con quedarse sin su ración.

Luis Alberto relata que con otros compañeros se preocuparon de "infiltrar" las escuadras de servicio para neutralizar al lumpen. "Los carceleros -escribe- dejaban hacer, estimulaban a esos elementos para que robaran el pan de otros prisioneros. Muchos iban quedando en cada camarín sin la ración de pan. La Escuadra de Servicio afirmaba haberles entregado la magra ración. El incidente terminaba siempre con la intervención presta del centinela, que ponía el cañón en la cabeza del que reclamaba su derecho y daba incondicionalmente la razón a la Escuadra de Servicio. De este modo se habían convertido al poco andar, en instrumento de provocación y división".

La infiltración de la escuadra de servicio, como una tarea política, convirtió a estos compañeros en correos internos o en "espías" que fueron muy importantes para enterarse de que tal o cual camarada también estaba preso y que, a través de esta escuadra, se le podía hacer llegar alguna ayuda. “Participé en las cuadrillas para repartir comida —recuerda Ángel Parra—. Eso nos permitía ir por todo el recinto viendo quién estaba, en qué condiciones y pasar la voz”.[4] A Luis Alberto le servía para negociar: en la confianza que se establecía entre el suboficial a cargo y "su" escuadra de servicio, pudo conseguir que aumentaran las raciones. Para el convencimiento hubo que adulterar algunos "partes de fuerza" y aumentar el número de "personal detenido". Así, luego de haber desplazado al lumpen, la escuadra política pudo mejorar el servicio: "Al día siguiente —relata Corvalán— comenzamos por los camarines que considerábamos más débiles dejando para el último los camarines patria o muerte. Dos cucharones por persona mientras uno le metía conversa al guardia. Ese día hubo más orden que nunca en la fila. Trabajamos con dos fondos simultáneamente para así debilitar la vigilancia de la guardia. Al frente de cada cucharón colocamos a los más diestros en el manejo. No se les veían las manos al repartir el segundo cucharón. Ese día repartimos los porotos, no con el nudo en la garganta como los días anteriores a pesar de que era seguro que más de un camarín y nosotros mismos nos íbamos a quedar sin ración. Repartimos los porotos con la alegría de quien está luchando".

Al finalizar el reparto la misma escuadra de servicio tenía que lavar los fondos: "meter medio cuerpo dentro de éstos y con la mano raspar las sobras hasta hacer lucir el aluminio". Me imagino a Luis Alberto en esa faena que, en el fondo, fue parte de una misión heroica.
En fin, hay que leer estas historias y saber, entre otras cosas, como una naranja daba para 150 porciones y otras muestras de solidaridad en una situación límite.

Del estadio nos llevaron a Chacabuco: un pueblo fantasma, una oficina salitrera abandonada, donde brotó una vida cultural sui generis. Con veladas, concursos y tertulias. Además de los plantones al sol. Milton Lee, en un homenaje que se hizo en Roma, en 1975, cuenta la participación de Coné en un show de los prisioneros, haciendo la mímica del conjunto Los de Chacabuco, que organizara Ángel Parra; en otra humorada se caracterizó como “Coné Fú”… por mi parte, lo recuerdo dirigiendo una verdadera murga, parodiando consignas políticas, que invitaba al Festival de la Canción y la Poesía de Chacabuco. Eso era lo público y festivo, lo combinaba con la participación –según cuenta Milton Lee- de una escuela de cuadros clandestina dentro de la prisión, que camuflaron como una clase de astronomía. Luis Alberto fue un héroe risueño.

Con el poeta Rafael Salas compartíamos un lugar que le llamábamos el sucucho. En su pared instalamos una planilla de sueldos de la oficina salitrera, al revés, para que cada persona que entrara al sucucho escribiera lo que quisiera. Luis Alberto anotó lo siguiente:

Aquí aprendí a conocer
Las manos de los obreros.
Son esas manos
Las que hacen guitarra,
Poema, canción,
Fábrica, historia, amor.
Son esas manos
Las que hacen la vida.
Coné

Por esas manos había decidido perfeccionar sus estudios de agronomía, porque él tenía un compromiso con su tierra y con los hombres de esa tierra. Aunque fuera la tierra del destierro. Ese aprendizaje, registrado en un papel histórico, trasciende la experiencia personal y ese momento. En este libro –y gracias a sus editores del exilio, de la clandestinidad y ahora legalmente en Chile- Luis Alberto sigue compartiendo ese aprendizaje, que también es parte de nuestro aprendizaje y del aprendizaje de aquellas personas que no vivieron en carne propia la experiencia.Para mí, que escribo desde esos días y que he convertido la escritura en un oficio imprescindible, el sucucho –donde escribió Luis Alberto- fue mi primer taller literario. Así lo veo a la distancia. Lo recuerdo con nostalgia, a pesar de los sufrimientos que nos causaba la injusticia. Pero nostalgia, es la palabra correcta; esa vieja palabra, etimológicamente significa "regresar al dolor" y esta forma de volver a Chacabuco es doloroso. Se trata de hacer memoria de todo para rescatar con gratitud ciertos pasajes.
Finalmente, este libro –en nombre de Luis Alberto- tempranamente asumió una función y una misión. Los ex prisioneros han hecho un ejercicio de memoria individual, que ha sido compartido y potenciado en el colectivo. Se lo han propuesto como una acción necesaria a realizar, asumiendo como un deber el acopio, el registro y el relato. Esto se ha cumplido en diversos formatos, haciendo honor a una suerte de pacto no escrito de los prisioneros de contar, de hablar a ‘los demás’, de hacer que ‘los demás’ sepan lo que pasó. Hablamos por nosotros, pero sabiendo que estamos ilustrando un momento colectivo. Hablamos por otros. Somos todos y nadie. Y contamos lo nuestro con urgencia, porque los sobrevivientes de cualquier tiempo somos naturalmente una especie en extinción. Luis Alberto Corvalán lo hizo: vivió para contarlo. Y lo contó bien.

Jorge Montealegre Iturra
3 de septiembre de 2007.

[1] Víctor Casaus, El testimonio y el cine cubano, en: Defensa del testimonio, Editorial Letras Cubanas, Cuba, 1990, p.60.
[2] Juan Armando Epple, El discurso memorialístico de la mujer en Chile, en El testimonio femenino como escritura contestataria, Emma Sepúlveda Pulvirenti, editora, Ediciones Asterión, colección Tierras Altas, 1995, p.148.
[3] Juan Armando Epple, op. cit., p.149.

[4] Ángel Parra, entrevistado por Tati Penna. En: Siete +7, N°30, 4 de octubre de 2002.