lunes, 7 de septiembre de 2009

ORLANDO MILLAS REFLEXIONA SOBRE MANUEL RODRIGUEZ Y EL PUEBLO EN LA GESTA DE LA INDEPENDENCIA


MANUEL RODRIGUEZ

Orlando Millas
Tomado del libro: de O’Higgins a Allende
- páginas de la historia de Chile –
- Libros del Meridion – Ediciones Michay – Madrid – España


El pueblo en la gesta de la Independencia

La trayectoria de Manuel Rodríguez entrega elementos que ayudan a adentrarse en un asunto de primordial importancia de la historia de Chile, un problema capital.

Los historiadores oligarcas y burgueses se han empeñado en acreditar, a base de repetirla majaderamente, la inepcia de que el pueblo de Chile habría sido indiferente y, en gran medida, hostil a la Inde¬pendencia, proceso cuya realización atribuyen a la aristocracia terra¬teniente. Eso es de una falsedad absoluta. El conjunto de la actuación de los padres de la Patria está vinculado a la existencia de un estado de ánimo popular en favor de la emancipación, que la sustentó. Aunque no sea lo único, la más evidente comprobación de la raigambre en las masas trabajadoras de las luchas de entonces, se encuentra en las hazañas de Manuel Rodríguez.

Es sabido que, inmediatamente después de constituirse la Primera Junta Nacional de Gobierno, en septiembre de 1810, se planteó en ella la formación de fuerzas militares para apoyar su gestión. A poco de andar, se creó un cuerpo de artillería ampliando el existente en la Co¬lonia, un nuevo batallón de infantería y dos escuadrones de caballe¬ría. No hubo dificultades para encontrar personal de tropa que los aten¬diese, aunque resultó más difícil dotarlos de oficiales competentes. Al mismo tiempo, Bernardo O'Higgins reclutó también una fuerza militar en el Sur, que se ha dicho habría estado constituida sólo por inquilinos de su hacienda Canteras, lo que no es efectivo porque la integraban diversos campesinos de esa zona, entre ellos dichos inqui¬linos. De allí en adelante nunca faltaron soldados para el ejército patriota y su comportamiento en los campos de batalla demostró su de¬cisión. En este asunto fundamental puede verse que la revolución de la Independencia no era promovida artificialmente, sino que aparecía en razón de que las contradicciones de fondo habían madurado en la sociedad chilena.

La aristocracia no se enroló en el ejército nacional sino que lo hizo el pueblo. Este derramó su sangre y derrotó al ejército español.

En la Patria Vieja surgió inicialmente el nuevo Estado y se comenzó a establecer sus órganos administrativos, policiales, militares, judiciales, educacionales, culturales y económicos. Todo ello era muy incipiente, pero tuvo algún desarrollo y fue contando con cuadros de dirección y con determinado personal. ¿De dónde provinieron? En pri¬mer término, de una capa intermedia entre los aristócratas, reacios a cumplir funciones, y el sector de los trabajadores propiamente tales. Este último comprendía a los esclavos que atendían de preferencia labores domésticas, una gran masa de artesanos, algunos comer¬ciantes detallistas y una muy joven clase obrera.

La capa media fue la protagonista principal que tomó el timón para crear la Patria Vieja y estaba representada por Manuel Rodríguez muy típicamente, aun¬que otras figuras de su círculo social descollaron inicialmente. Era un joven abogado que pertenecía familiarmente a la aristocracia pero con¬vivía con las masas trabajadoras. En él se encuentra el prototipo de los que participaron en las frondas ciudadanas impulsadas por José Miguel Carrera y sus hermanos y puede decirse que las alentaron. Una serie de historiadores las han presentado como golpes de Estado mili¬tares, pero no eran propiamente eso.

Manuel Rodríguez fue, en cierta manera, secretario de Carrera, se enroló en el ejército, alcanzó el gra¬do de coronel y organizó la Auditoría de Guerra y la Fiscalía Militar. La evolución muy rápida de los acontecimientos, desde el 18 de sep¬tiembre de 1810, tuvo que ver con cinco factores, entre otros: el volcamiento en favor de la Independencia de los capitalistas mineros y comerciantes, la decisión con que los acompañaron los terratenientes y los campesinos de la zona sur, encabezados por O'Higgins, el áni¬mo resuelto de la capa media urbana en la que surgieron dirigentes radicalizados como Camilo Henríquez y el propio Manuel Rodríguez, la nueva situación que se vivía en los campos del Valle Central des¬pués de la licitación de las antiguas haciendas de los jesuítas, y la in¬corporación a la actividad política de las masas trabajadoras.

Los historiadores reaccionarios hacen hincapié en que la convocatoria al cabildo del 18 de septiembre y la instauración de la Junta presidida por Mateo de Toro Zambrano se hicieron en nombre de Fernando VII, pero esos formalismos eran únicamente concesiones nece¬sarias para facilitar la transición. La fidelidad a Fernando VII neu¬tralizaba a los vacilantes y se fue convirtiendo a poco andar en una mera frase de rutina y cuando se la abandonó ello pasó desapercibido, o muy poco cuestionado. Los propósitos revolucionarios estaban expuestos, categóricamente, en el Catecismo político-cristiano, de amplia difusión desde mediados de 1810, que se atribuye a Camilo Henriquez.

Este Catecismo fustiga demoledoramente al régimen colonial, concretamente a la dominación española y a la monarquía, pronunciándose por una república democrática. Por ejemplo, leemos en él: «El gobierno republicano es de dos maneras, o aristocrático en que mandan los nobles y optimates, o democrático en que manda todo el pueblo por sí, por medio de sus representantes o diputados, co¬mo es preciso que suceda en los grandes Estados.»

El Reglamento Constitucional de 1812 aún hace referencia a Fernando VII, a pesar de lo cual es, de hecho, una primera Constitución republicana. Entre sus redactores estuvo Manuel Rodríguez.

Sobrevino la Reconquista y puede decirse que en la lucha por el restablecimiento de la libertad, durante ese período de despotismo de¬senfadado, se forjó definitivamente la identidad de los chilenos. Bajo la dirección de San Martín y de O'Higgins se organizó en Mendoza el Ejército Libertador. Ambos conductores atribuyeron un papel decisivo al trabajo político en Chile, que estimaban imprescindible y des¬tinaron a ello una serie de oficiales y algunos arrieros. Pronto se destacó como la primera figura en esta tarea Manuel Rodríguez. Mostró tener condiciones natas para el trabajo clandestino y especialmente para la conspiración. En su estilo lo más notable consistió en su facilidad para evaluar las posiciones, los intereses, la idiosincracia y las aspiraciones populares. Consiguió establecer una red de patriotas que se com¬plementaban entre sí con notable eficiencia.

En los medios rurales chilenos se vivía, entonces, un momento de agudización de los problemas derivados de la expropiación por los terratenientes de las propiedades de un gran número de trabajadores y su expulsión, privándolos de la tierra, sin que la minería o la muy incipiente industria manufacturera lograse darles ocupación. Era un largo proceso que venía desde la Conquista, se desarrolló en gran escala al convertirse las encomiendas en latifundios y tomó nuevo impulso al alterarse los métodos de explotación de las antiguas haciendas de los jesuítas y entrar en auge la producción de trigo para el mercado peruano.

En el campo chileno había, a comienzos del siglo XIX, una considerable población flotante que, en parte, entró al trabajo asalariado en las propias haciendas o en las minas y los astilleros o en talleres y otras faenas en Santiago, pero que, en un notable porcentaje, no encontraba cómo alimentar a sus familias. Así tuvo su caldo de cultivo el bandolerismo, como problema social con ribetes de lucha de clases, siendo sus caudillos figuras populares que se vanagloriaban de atacar y robar a los ricos y en cambio ayudar a los pobres. Aún se conserva en la tradición oral de algunas regiones, después de muchas generaciones, la memoria de ejemplos de distribución de ganado o de alimentos, por tal o cual salteador, a los campesinos de determinados sectores.

Manuel Rodríguez percibió esta situación y captó el estado de áni¬mo rebelde de las masas campesinas. Para él era claro que no podía organizar guerrillas con terratenientes o con gente sumisa. Lo hizo con campesinos caracterizados por tener personalidad e, incluso, en alianza con algunos que vivían al margen de la ley. Lo secundó con apasiona¬do patriotismo el antiguo ovejero Miguel Neira, considerado el terror de los terratenientes y que dejó de lado la perpetración de salteos para emplear su tiempo en hostigar a los realistas. Con el apoyo de Neira formó una guerrilla propiamente tal, que fue capaz de apoderarse de Melipilla, haciendo huir a la guarnición local y, una semana después, de San Fernando que estaba protegido por ochenta soldados. En ambas partes, el pueblo lo apoyó de inmediato, organizó mítines de masas, distribuyó a los campesinos el dinero de la caja real y el taba¬co del depósito de estanco oficial y desapareció en la noche. Poco después atacó Curicó. Estas acciones más salientes fueron acompañadas por decenas de operaciones de.sus lugartenientes que realizaban sabotajes, atacaban a patrullas militares realistas cuando éstas salían de las ciudades e interceptaban la correspondencia en toda la zona de San¬tiago a Talca.

El hecho histórico es que tal lucha popular desplegada en los campos desorientó al mando español y le hizo creer que ya estaba enfrentando a contingentes militares apreciables, tomando en serio los rumores propalados por el propio Manuel Rodríguez de que eran las avanzadas de un ataque que el Ejército Libertador desplegaría simul¬táneamente al norte y al sur de Santiago. Ante una situación que parecía complicada por los audaces golpes de Melipilla, San Fernando y Curicó y la proliferación de pequeñas acciones armadas, fue dispersado el ejército español y sólo la mitad de él pudo hacer frente en Chacabuco al paso de los Andes de las fuerzas de San Martín. La otra mitad estaba distribuida en una extensa zona buscando a los guerri¬lleros de Manuel Rodríguez, que se sentían en los campos como pez en el agua, respaldados por la población trabajadora.

Objetivamente, la victoria de Chacabuco, que decidió la independencia de Chile, se debió a la conjunción del mando militar eximio de San Martín, del coraje y la capacidad en el campo de batalla de O'Higgins y del éxito previo de las guerrillas de Rodríguez.

Algunos historiadores oligarcas y burgueses ocultan lisa y llanamente estos episodios, otros los desfiguran y los que se deciden a tomarlos en cuenta con alguna rectitud no dejan, al menos, de atenuarlos.

Manuel Rodríguez nunca tuvo a menos haber ganado a Miguel Neira y a otros como él para la lucha por la independencia. Supo aquilatar los alcances sociales de su situación, les dio confianza y la recibió de su parte. Abogó por tomarlos en consideración al construir el Chile liberado. Se le acusó de mantener contactos con ellos y lo reconoció altivamente ante el propio O'Higgins. En la tragedia de su muerte, este fué uno de los factores que enardeció a sus enemigos.
Otros países han amasado hermosas leyendas y sus artistas han novelado consejas populares sobre bandidos que surgieron en momen¬tos de conmociones históricas, exacrados por los poderosos de su tiempo y más tarde elevados a la categoría de héroes con los que se identifican ciertos valores soterradamente admirados. Los británicos honran hasta hoy a un asaltante del siglo XIII, Robín Hood, que combatió a los normandos. Por el momento, Neruda ya reivindicó en Joaquín Murieta a los chilenos y, en general, a los latinoamericanos que debieron esgrimir el puñal, nuestro corvo, en las lejanas tierras del Pacífico norteamericano. Pero, Joaquín Murieta tuvo predecesores, hermanos y continuadores que afrontaron con similar coraje en su propia tierra a un régimen, el del latifundio chileno, tan feroz como el de los yanquis sedientos de oro de la antigua California.

Los terratenientes chilenos han sentido y transmitieron un odio inextinguible de clase a través de sus historiadores y han hecho repetir durante más de un siglo y medio en las escuelas su desprecio a Miguel Neira y una leyenda negra, plagada de calumnias, contra los Pincheira, a los que se presenta confusamente en la línea del infame traidor Benavides. Queda mucho por investigar sobre la raíz social de sus vidas atormentadas, sobre las razones del auge de sus luchas y sobre su verdadera conducta, en que al menos es indiscutible una bravura sobrecogedora.
Para entender lo que verdaderamente era el campo chileno de la primera mitad del siglo pasado, un primer atisbo, luminoso y apasionante, lo encontramos en el análisis de las guerrillas de Manuel Rodríguez, que ha prevalecido en el corazón del pueblo como gran figu¬ra nacional sin tacha. Pero en él no sólo encontramos ese rasgo. También se trasunta en sus hechos de la Patria Vieja la índole popular urbana de la Independencia. Chileno a la vez de Santiago y de las guerrillas rurales, hay que entenderlo, sin desmedro de los otros fundadores de la república, a fin de reconstruir una imagen más auténtica de los primeros años de la gesta emancipadora.