viernes, 19 de diciembre de 2008

PAMELA JILES Y SU VISIÓN DE SEBASTIÁN PIÑERA



Antes de conocer a Sebastián Piñera tuve el placer de departir con su
padre, don José, que en plena dictadura me invitaba a tomar el té a su
departamento en El Golf. Era un caballero con mucho mundo, que se
manchaba las camisas con mermelada de ciruelas, un señor ilustrado,
nervioso, interesante, sin pelos en la lengua, que no se hacía
problemas de pelar directamente a sus hijos y a la madre de éstos, de
la que se había separado siendo ambos ancianos, en no muy buenos
términos según su propia versión.

También conocí a don Bernardino, el tío cura del actual candidato,
siendo yo una adolescente, cuando mis abuelos lo contrataban para ir a
decir misa a nuestro fundo familiar. Curiosamente, mis padres y
abuelos son completamente agnósticos pero propietarios de una capilla
de más de doscientos años adosada a nuestra casa-hacienda.

Una vez al año, don Bernardino era convocado para alegría de los
inquilinos que aprovechaban de bautizar sus guaguas, hacer la
confirmación y confesarse. Recuerdo que llegaba de buen humor,
exigiendo su cazuela de pava, de la que se comía tres platos una vez
concluida la tarea apostólica.

A Sebastián Piñera lo conozco hace dos décadas. Lo entrevisté unas
diez veces por lo menos para diversos canales de televisión:
lanzándose en parapente, cocinando huevos fritos, afeitándose semi
desnudo en el baño principal de su casa de Camino La Viña sólo
cubierto por una toalla –debo consignar que yo estaba completamente
vestida-, en un set con bailarinas emplumadas, ejercitando su laxa
musculatura en un gimnasio, acompañado de dos de sus hijos, o
mostrándome su dormitorio y su enorme cama matrimonial [la misma en
que se reunió con Andrés Velasco y Pérez Yoma cuando estaba
convalesciente de su cirugía estética], en fin, en las más curiosas
situaciones.

Todas esas entrevistas tenían por objeto –para mí- hablar de política
y -para él- mostrar aspectos desconocidos de su personalidad. En
materias sociales, legislativas, económicas o de política
internacional, Piñera es conocido entre los periodistas como
"livianito", un señor con ideas más vistosas que profundas, que no se
sale de un decálogo de frases populistas y en ningún caso muestra la
consistencia de un estadista En cambio, cuando se trata de exhibirse
como personaje mediático se convierte en un entrevistado creativo,
generoso, articulado, dispuesto a todo y que jamás elude las preguntas
complicadas, tanto así que hasta hoy me recrimina cierta indiscreción
que según él lo obligué a cometer en un programa en directo y que le
trajo algunos problemas familiares.

Creo conocer lo suficiente al actual candidato a la presidencia como
para afirmar que Miguel Juan Sebastián Piñera Echenique es muchas
cosas, pero sobre todo un travesti. No sólo por el detalle patético de
que usa tacos altos, se somete a cirugías estéticas –cualquier día se
pone tetas- y se pasea por los canales de televisión con un estuche de
cosméticos en la cartera.

Piñera es un travesti en el plano social. Un tipo que creció en una
familia de estricta clase media, que no tiene la cultura de su padre
ni el encanto deschavetado de su madre, y que desde temprano mostró
tendencia al arribismo. Siempre soñó con tener estatus. Sus compañeros
del Verbo Divino lo recuerdan como un alumno desmesuradamente
competitivo que vivía obsesionado con ganar los primeros puestos,
tener acceso al poder económico, codearse con los chilenos de estirpe,
comprarse una identidad aristocrática. Desde joven era entrador,
práctico y realista. Captó sin demora que carecía de la brillantez
intelectual de su hermano José y también que le costaba sofisticar sus
gustos y modales más allá de lo cosmético, pero se hizo millonario
gracias a la dictadura de Pinochet, a través de negocios
especulativos, sin haber creado fuente de trabajo alguna y profitando
de las obscenas reglas laborales impuestas por su hermano ministro,
regalón del tirano. Lo triste es que ni todo su poder adquisitivo
puede comprar clase, cosa que a sus sesenta años cree haber obtenido
mientras la oligarquía tradicional chilena lo considera hasta hoy un
aparecido, siútico, mal agestado, sin cuello y con los bracitos
cortos, algo chabacano, farandulero y muy poco fino, particularmente
cuando ostenta sus millones, sus propiedades y sus ganancias.

Piñera es un travesti en el plano de la seducción. A Sebastián no le
iba muy bien con las mujeres. De joven era feúcho, bajito y mal hecho,
además de indiferente a los encantos femeninos. Cuando le resultaban
sus escarceos con alguna muchacha, resultaba ser demasiado popular
para sus planes de subir en la escala social, así que se casó con su
primera polola oficial, una joven sin alcurnia como él, pero perfecta
para ejercer de la clásica esposa medio pelo, dispuesta a anularse sin
tregua para dedicarse a su familia y a apoyar a su marido en el
proyecto de convertirse en nuevo rico.

Hoy, dicen que se siente sexy. El dinero lo ha transformado en un
galán. Le gusta rodearse de mujeres atractivas, como Pía Guzmán –antes
de la debacle-, Lily Pérez, y, sobre todo, la estupenda Carmen Ibáñez.
Eran íntimos amigos, inseparables, veraneaban juntos incluso, hasta
que algún acontecimiento misterioso quebró esa cercanía.

Piñera es un travesti en el plano de los negocios. Dicen que el actual
magnate y candidato era gerente general del viejo Banco de Talca
cuando éste quebró estrepitosamente. No debe haber sido muy brillante
su gestión si esos fueron los resultados. Pero claro, entonces
administraba la plata de otros.

Es un experto en fusionar empresas y volverlas monopólicas, obteniendo
así enormes elusiones tributaria al absorber las pérdidas de unas con
las utilidades de otras.



Piñera es un travesti en el plano intelectual. Astuto, rápido,
inquieto, no es, sin embargo, un tipo culto. En su juventud se empeñó
en convertirse en el más morenito de los neo capitalistas de su
generación que fueron a doctorarse a los Estados Unidos. Tal cosa fue
posible para él, gracias al pituto espectacular que le proporcionaba
su hermano José, que ya era el mejor alumno en Harvard, muy bien
considerado por el cuerpo académico y directivos de esa universidad.
Fue el pivote perfecto para hacer fortuna junto con la hornada de
nuevos ricos que apareció en los ochenta, en plena dictadura.

Sus temas e intereses no van mucho más allá de las ventajas de la
economía de mercado. No es un conocedor del arte ni de otras
disciplinas del saber. Prefiere los best-sellers a lecturas más
complejas. Según él, toda buena idea debe caber en una hoja tamaño
carta. Y –como conoce sus limitaciones culturales-se siente más cómodo
en escenarios superficiales, frívolos, que en alguno en que puedan
ponerse a prueba sus conocimientos.

Piñera es un travesti mediático. Convencido de que es algo así como el
Berlusconi del tercer mundo, el candidato del neoliberalismo concentra
todos sus esfuerzos en el trabajo mediático, es uno de los máximos
personajes de la farándula nacional, y al mismo tiempo abomina de ese
género e intenta "domesticarlo". Adquirió un canal y se compró también
unos cuantos ejecutivos de la industria televisiva con el objeto de
que apoyen centralmente su campaña. Para él, los medios de
comunicación deben usarse como difusores del pensamiento único,
conservador, retardatario, consumista, xenófobo y arribista, todo lo
cual él considera "moderno". Entiende como fundamento de la sociedad
democrática el que los ciudadanos son consumidores. Los consumidores
determinan la producción mediante su demanda. Consumidor y elector son
–desde la óptica piñerista– la misma cosa. Cada individuo elige con
total libertad los bienes que puede comprar [si eres pobre, te
endeudas] así como elige a sus representantes en el gobierno, en el
parlamento y en el municipio. Pero esta doble calidad de consumidores
y electores pasa a ser peligrosa para sus intereses en la medida que
el rating, el zapping y el telecomando comprometen la exhibición
continua de las miserias de los estigmatizados sectores populares, las
enormes falencias de la democracia, los actos de corrupción de los
políticos [sobre todo los de su bando], la verdadera ideología
autoritaria de la derecha y, quién sabe, hasta la posibilidad de
liderazgos completamente distintos a los oficiales.

Ahora usa su canal para posar de estadista, serio y profundo, cuando
en 1992 todos fuimos testigos del bochornoso episodio en que insultaba
de la manera más vulgar a su correligionaria Evelyn Matthei y
complotaba contra ella usando un vocabulario muy poco caballeroso.

Piñera es un travesti político. Dice que votó por el NO. ¿Producto de
una tendencia mitomaníaca y de una innegable habilidad para
construirse leyendas? Probablemente, porque tal cosa es abiertamente
contradictoria con su irrestricto apoyo al régimen militar y el
silencio que mantuvo durante dos décadas respecto de la tortura y los
asesinatos políticos. Lo que no cabe duda es que se trata del mayor de
sus rasgos de travestismo: fue pinochetista desde 1973 hasta 1988,
fecha en la que según él pasó a ser "humanista cristiano". Pero tras
esa oportuna epifanía no entregó su aporte a la construcción de la
democracia sino que asumió como la mano derecha del candidato de
Pinochet a la presidencia: Hernán Büchi. En 1989, el travesti Piñera
derrochó entusiasmo como Jefe de Campaña del continuismo dictatorial.

Tampoco se afilió al partido que recoge la vertiente "humanista
cristiana" que él dice profesar –la DC-sino que se sumó al aparato
político que se creó para salvaguardar "la obra" de Pinochet durante
la transición: Renovación Nacional. En 1995 promovió la amnistía de
los crímenes de la dictadura y en el 2005 los militares en retiro
apoyaron su candidatura tras recibir su compromiso de aplicar la
prescripción de los asesinatos políticos. Voltereta sobre voltereta:
este pinochetista arrepentido, ha vuelto a valorar los supuestos
méritos del régimen militar la semana recién pasada.

La inconsistencia parece ser el sello personal de Piñera. Su sed de
dinero, posición y poder lo han transformado en una caricatura de sí
mismo, un pelele sonriente que vende una pomada jabonosa,
contradictoria y oportunista. Un travesti.

Escribe Pamela Jiles