martes, 8 de septiembre de 2009

ORLANDO MILLAS: EL GUERRILLERO MANUEL RODRIGUEZ


El guerrillero
La guitarra y la voz de Víctor Jara vibraban de manera inolvidable, con alegría y combatividad, al cantar a Manuel Rodríguez y a sus hazañas.

La Historia la va haciendo el pueblo. Las personalidades son fecundas en la medida en que se identifican con el pueblo. En la Historia de Chile, la mayor de tales identificaciones, desde la revolución misma de la Independencia hasta hoy, es la lograda por Manuel Rodríguez. Ella reviste caracteres singulares e invita a considerar todo lo ocurrido en el transcurso de nuestra vida republicana desde un ángulo que permita apreciar la profundidad, la persistencia, el arraigo y la constante insurgencia de la gran comprensión, del cariño entrañable, de la compenetración de los chilenos con la figura legendaria de «húsar de la muerte» conocido por el calificativo definitorio de «el guerrillero».

¿Por qué esta popularidad, superior a cualquier otra, de Manuel Rodríguez?
Irrumpió como exponente de rebeldía ante el coloniaje español, en actitud irreverente, contrariando los convencionalismos, con picardía y audacia, desafiando y burlándose, derrochando inteligencia y cultura, resolviendo las dificultades mediante un ingenio mezclado con un valor temerario. Así, cada acción suya fue conformando fácilmente muchas leyendas. En Manuel Rodríguez se condensó la vitalidad inconformista del Chile en formación y se ha ido sintiendo interpretadas por él todas las ansias de rebelión que han animado en nuestra tierra.

Cuando Chile estaba sumido en las tinieblas de la Reconquista y San Martín y O'Higgins organizaban en Mendoza al Ejército Libertador, la tarea encomendada a Manuel Rodríguez fue la de operar en el territorio ocupado de la patria, mantener viva en el propio país la llama de la rebelión, conocer mejor al enemigo por dentro, informarse de sus fuerzas y recursos, desesperarlo con múltiples estratagemas, hostigarlo amenazándolo con el despliegue de acciones guerrilleras, someterlo a incesantes batallas de rumores, socavar su moral de cómbate, desorientarlo. Todo eso lo hizo Manuel Rodríguez ganándose al pueblo para la acción. No dispuso de más armas que la razón de su causa y su desbordante simpatía personal.

Su vida fue breve pero luminosa.

Otro gran momento de ella ocurrió cuando volvió a estar amenazada la Independencia y, mientras se extendía la zozobra y parecía sobrevenir el pánico, apareció en escena, organizó los «húsares de la muerte» y lanzó su célebre consigna: «Aún tenemos patria, ciudadanos», que electrizó a los anteriormente indecisos.

Estas intervenciones estelares corresponden cabalmente a lo que él era, patriota fervoroso, hombre de convicciones avanzadas muy sólidas, protagonista bien informado de la contienda por la Independencia, de ánimo revolucionario y de ademán resuelto, abogado, como oficial de armas coronel desde la Patria Vieja y primer auditor de guerra del ejercito chileno.

Su fácil y natural convivencia con el pueblo, su carencia de ambiciones, su franqueza proverbial, el hecho de que notoriamente sintiera distancia respecto de logias y de componendas, su hombría y desenvoltura, lo convirtieron en prototipo de revolucionario.

Una de las grandes tragedias de los años de la Independencia fue su asesinato en Tiltil, bajo el gobierno de O'Higgins. El martirio realzó sus perfiles ejemplares.
Era lógico que en la literatura histórica chilena tomase caracteres reiterativos el afán de escoger a Manuel Rodríguez contra O'Higgins y a O'Higgins contra Manuel Rodríguez. Así se ha querido presentar aI fundador de la república como a un déspota y, de otra parte, al guerrillero por antonomasia como a un disociador negativo. Ambas definiciones son calumniosas. La Historia hay que verla tal como se ha dado realmente y no como hubiera sido mejor que transcurriese. Hay en ella grandezas y miserias, a veces entremezcladas. En nuestra Historia caben a plenitud, con sus aportes y valores, tanto Bernardo O'Higgins como Manuel Rodríguez.

En el capítulo «Los Libertadores» de su Canto General, Pablo Neruda rompe la estructura de su obra al reafirmarla y detenerse dedicando cuatro sucesivos poemas a Lautaro, que de hecho son cinco porque también se le siente con una presencia tácita estremecedora en el que canta a la muerte del invasor Pedro de Valdivia. Es evidente que así quiso Neruda realzar a Lautaro como la figura más importante de la Historia de Chile. Más adelante, en ese mismo capítulo, encontró manera, magistralmente, de distinguir en forma excepcional a otro gran personaje de nuestra trayectoria nacional. En efecto, después de su dramático y desgarrador homenaje y recuerdo a José Miguel Carrera, colocó inmediatamente sus tres cuecas sobre Manuel Rodríguez. Estas letras de cuecas están entre las más puras, auténticas, líricas y mejor construidas para nuestro baile nacional y en ellas identificó, constatando una realidad, a Manuel Rodríguez con los sentimientos de los chilenos. Tales cuecas esperan la música con que han de desplegarse en los escenarios, los tablados y las ramadas. Por el momento, su popularidad la han alcanzado en la forma de tonadas que les adaptó Vicente Bianchi. La primera de estas cuecas condensa la «vida» de Manuel Rodríguez como la del guerrillero, otro tanto hace la segunda sobre su «pasión» y de nuevo es este rasgo calificado por el poeta como «nuestra sangre, nuestra alegría» el que lo define en la tercera, cuyo tema es su «muerte»: «Mataron al guerrillero». El mensaje fundamental de estas tres cuecas se expresa en la culminación de la segunda de ellas:

por todas partes
viene
Manuel Rodríguez.
Pásale este clavel.
Vamos con él.

Después de un siglo y medio de odios fraticidas y rencores que escindían las versiones históricas, Neruda dio una visión nueva, superior, más sabia y verdadera, al unir en ese capítulo señero de su Canto General, en el friso de los libertadores de América, a Bernardo O'Higgins, José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez, sin mengua de ninguno de ellos.

Manuel Rodríguez ha sido tradicionalmente personaje predilecto de la poesía popular, recurso habitual de los payadores y figura ro¬mántica evocada con cariño en veladas escolares de aulas modestas del campo o de barrios obreros.

Ya anciano, ese gallardo proletario Antonio Acevedo Hernández, uno de los más chilenazos de nuestros escritores, frecuentaba las oficinas de redacción de El Siglo, llevando como colaboración algunos de sus antiguos trabajos. Entre ellos sobresalieron sus páginas, de tanto donaire, dedicadas a Manuel Rodríguez.

Innumerables veces se quedaba a conversar. Recuerdo sus chispeantes anécdotas sobre toda una etapa muy dura y muy hermosa del teatro chileno cuando fue autor de primera linea y era indudable que, al final de su existencia, concentraba su admiración y reiteraba las referencias a dos personalidades: Manue1 Rodríguez como símbolo de la más noble condición humana y Luis Emilio Recabarren como el maestro que despertó en él la conciencia de su dignidad.

En los años iniciales de la Nueva Canción, momento trascendental para nuestra cultura, cuando Rene Largo Farías tuvo el acierto inolvidable de transmitir su «Chile ríe y canta», hubo también otra audición simílar que se llamó precisamente «Aún tenemos música, chilenos», parafraseando la invocación de Manuel Rodríguez. Y éste ha sido inspirador de trabajos de Patricio Manns e Isidora Aguirre que seguramente encontrarán su debida receptividad en el nuevo Chile liberado del fascismo.

Conviene detenerse especialmente en «Hace falta un guerrillero» de Violeta Parra, porque entrega una gran lección artística. A primera vista sorprende. En su libro Cantores que reflexionan, el Gitano, Rodríguez, da una definición acertada al decir que esa canción se basa en una exageración. Agrega que «el terreno de las asociaciones es delicado y el terreno de las exageraciones también», porque del texto literal de «Hace falta un guerrillero» pudiera deducirse con razón un desconocimiento de la lucha obrero-campesina en Chile. En efecto, precisamente en un momento difícil de esta lucha, proclama paradójicamente:

como fue Manuel Rodríguez, debiera haber quinientos, pero no hay ni uno que valga la pena en este momento,

concepto reiterado en diversas formas en otros de sus versos. No olvidemos que estaba vigente la Ley Maldita y ello amargaba a Violeta.
¿Qué más hay en ello? De una parte, mal pudiera separarse a Vióleta Parra del movimiento popular, en que se insertó con cuerpo y alma. Entonces, cabe examinar «Hace falta un guerrillero» no como se haría con un documento político, al que debe exigirse rigurosidad en cada término, sino como una obra de arte en la que caben aquellas premoniciones, advertencias e instituciones visionarias que el propio Gitano hace ver en su obra que aparecen muchas veces en la Nueva Canción y ahora en el Canto Nuevo. Con su extraordinaria sensibilidad, Violeta se adelanta a los años en que canta, ve la profundidad del dilema histórico, conoce la catadura de los enemigos de su pueblo y clama por el surgimiento de quinientos como Manuel Rodríguez. Puede ser injusta con las luchas del momento en que canta, porque ya vibra en ella uno superior, que comprende como ineludible. Eran los días en que «El sueño americano» de Patricio Manns advirtió, estremecedoramente:

Por toda América rueda la guerra en carro impaciente y en la noche de la sierra yo temo por mis ausentes.

En la tierra de Lautaro, O'Higgins, Manuel Rodríguez, Recabarren, donde ha sido tan grande el impacto de la Revolución Soviética y de la Revolución Cubana, Violeta y Patricio han cantado no sólo para días precisos del calendario sino para todo un proceso liberador.

En otros términos, pero con el mismo sentido, cantó el uruguayo Daniel Viglietti, cuando era inminente el putsch de septiembre de 1973, en su «Por todo Chile»:

No, no, no, nadie te olvida no, no,
Manuel Rodríguez de tu silencio nacen violetas, se abren caminos y crecen niños, cientos de miles por todo Chile.

El sábado 8 de septiembre de 1973 se me encargó trasmitir por una cadena nacional de emisoras, en nombre de la Comisión Política del Partido Comunista de Chile, un mensaje a todo el pueblo, advirtiendo descarnadamente sobre los peligros que se diseñaban y el carácter fascista de la amenaza que se conformaba como un golpe de Estado. Al hacerlo, me pareció esclarecedor repetir en ese texto el célebre «Aún tenemos patria, ciudadanos» de Manuel Rodríguez, que por sí solo definía la gravedad de la situación formulando un llamado supremo a una movilización urgente.

No es casual que, bajo el terror fascista, haya surgido como brazo armado del movimiento obrero y popular el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y a la vez amplias masas de combatientes se agrupen en «milicias rodriguistas». Ésta no es la negación, sino la reafirmación y la continuidad, en nuevas circunstancias, de la lucha popular que en tiempos de Violeta Parra alcanzaba grandeza avanzando por determinados caminos y que amplía sus formas de combate.

Esto tiene su lógica. Manuel Rodríguez es el protagonista, enraizado en el pueblo, de los momentos más dramáticos de la existencia de Chile.