Mario Benavente recuerda a Luis Alberto en Chacabuco:
Para saber y contar la alegría de vivir
Un día aparecieron tres viejos maceteros de greda en uno de los ventanas de un pabellón de Chacabuco. ¿De dónde fueron sacados? , ¿Qué hacían allí? La procedencia no interesaba. Allí estaban orgullosos, mostrándose como adornos.
A las pocas semanas, desde su interior, empezaron a surgir algunas débiles plantitas. No era ilusión. Era algo real. En la aridez pampina emergía vida vegetal dentro de estrechos límites circulares.
Las manos de Luis Alberto Corvalán, joven ingeniero agrónomo, hijo del Secretario General del Partido Comunista de Chile, también prisionero en ese entonces, había producido vida nueva en un reino de muerte.
No hubo que esperar mucho tiempo para ver cómo asomaban en ese lugar hostil, algunos tomates, porotos y rosas. Ese breve espacio se vistió de colores. Luis Alberto cultivó con ternura su vergel.
Uno de sus amigos dijo un día que ese joven profesional llevaba la muerte en sus entrañas. Los torturadores, en su odio, lo habían destruido visceralmente. Pero ahí, en medio del desierto estaba Luis Alberto cantando, jugando, contagiando con su alegría a sus compañeros. Vivía en ellos y con ellos.
La tortura puede destruir físicamente, es cierto. Más, cuando se está convencido de la razón de aquello por qué se vive, la fortaleza moral no puede ser doblegada. El tormento, muchas veces, puede soportarse. Tal fue el caso de este joven combatiente.
Como otros compañeros agrónomos se había propuesto convertir el lugar donde desembocaban las aguas y excrementos del recinto, en un rincón de hortalizas. El verdor del sur también podía brillar con intensidad en el corazón del páramo. Lo hubiese logrado, pero lo sacaron del campo antes de poner manos a la obra.
Su alegría era desbordante. Lo contagiaba todo. Su sonrisa iluminaba. Se hacía difícil imaginar cómo ese cuerpo tan frágil pudo soportar el ensañamiento de los torturadores.
De gran modestias. Hablaba con cariño y admiración de su familia. Heredó de su madre la ternura y sensibilidad. De su padre, la fortaleza moral y el amor al pueblo y a la clase obrera.
Luis Alberto brilló con luz propia en Chacabuco, como antes lo había hecho en el Estadio Nacional. Solidario y generoso, contribuía en todo para mantener en alto el espíritu de sus compañeros. Sin que se lo propusiese, poseía condiciones de líder.
Numerosos jóvenes profesionales o egresados universitarios lo seguían y respaldaban en sus iniciativas. Nada de lo que acontecía en la reclusión le era ajeno. Todas las actividades y competencias programadas tenían en él, no el mejor, pero tal vez el más entusiasta. Ese joven ingeniero agrónomo, llevaba consigo la belleza de un niño. Gozaba haciendo bromas y picardías en el transcurso de los juegos. En las competencias de vóleibol era un espectáculo aparte. En medio de la seriedad con que los rivales pugnaban por los puntos, el salía con inesperadas bromas. Se producía el relajo y Luis Alberto reía como un pelusa de diez o doce años.
Su imagen quedó grabada para siempre. Se hizo indeleble. Con su frágil figura, el rostro moreno y delgado, la irónica sonrisa, la polera blanca y los raídos pantalones a media pierna y alpargatas carcomidas, saltando y riendo de un lado a otro.
La noche anterior a que se le sacase del campamento, junto a otros prisioneros, sus amigos y compañeros le hicieron una comida de camaradería. Fue una noche de canto y emociones encontradas. Fue la despedida definitiva. Nunca lo volvieron a ver.
La incertidumbre del destino que siempre rodeaba a quienes eran sacados del recinto, era mayor con este joven. Ella se disipó con el anuncio de Radio Moscú de que Luis Alberto había sido expulsado del país. Se pudo respirar tranquilo. Estaba a salvo y en tierras de pueblos extraordinariamente solidarios.
Escribió, en el exilio, un notable libro acerca de su cautiverio: “Escribo sobre el dolor y la esperanza de mis hermanos”, aunque desgraciadamente no ha sido divulgado en Chile.
Residió algún tiempo, junto a su joven esposa, en Bulgaria Socialista. Al poco tiempo cayó fulminado por un ataque cardíaco en las playas de dicho país. Su debilitado organismo no pudo resistir más.
Su imagen pervive en cuantos lo conocieron y amaron. Así sucede con los que llevan la alegría en el corazón.
“Contar para saber”
Chacabuco – Puchuncaví – Tres Alamos 1973 – 1975
Mario Benavente Paulsen
mariobenavente@vtr.net
Para saber y contar la alegría de vivir
Un día aparecieron tres viejos maceteros de greda en uno de los ventanas de un pabellón de Chacabuco. ¿De dónde fueron sacados? , ¿Qué hacían allí? La procedencia no interesaba. Allí estaban orgullosos, mostrándose como adornos.
A las pocas semanas, desde su interior, empezaron a surgir algunas débiles plantitas. No era ilusión. Era algo real. En la aridez pampina emergía vida vegetal dentro de estrechos límites circulares.
Las manos de Luis Alberto Corvalán, joven ingeniero agrónomo, hijo del Secretario General del Partido Comunista de Chile, también prisionero en ese entonces, había producido vida nueva en un reino de muerte.
No hubo que esperar mucho tiempo para ver cómo asomaban en ese lugar hostil, algunos tomates, porotos y rosas. Ese breve espacio se vistió de colores. Luis Alberto cultivó con ternura su vergel.
Uno de sus amigos dijo un día que ese joven profesional llevaba la muerte en sus entrañas. Los torturadores, en su odio, lo habían destruido visceralmente. Pero ahí, en medio del desierto estaba Luis Alberto cantando, jugando, contagiando con su alegría a sus compañeros. Vivía en ellos y con ellos.
La tortura puede destruir físicamente, es cierto. Más, cuando se está convencido de la razón de aquello por qué se vive, la fortaleza moral no puede ser doblegada. El tormento, muchas veces, puede soportarse. Tal fue el caso de este joven combatiente.
Como otros compañeros agrónomos se había propuesto convertir el lugar donde desembocaban las aguas y excrementos del recinto, en un rincón de hortalizas. El verdor del sur también podía brillar con intensidad en el corazón del páramo. Lo hubiese logrado, pero lo sacaron del campo antes de poner manos a la obra.
Su alegría era desbordante. Lo contagiaba todo. Su sonrisa iluminaba. Se hacía difícil imaginar cómo ese cuerpo tan frágil pudo soportar el ensañamiento de los torturadores.
De gran modestias. Hablaba con cariño y admiración de su familia. Heredó de su madre la ternura y sensibilidad. De su padre, la fortaleza moral y el amor al pueblo y a la clase obrera.
Luis Alberto brilló con luz propia en Chacabuco, como antes lo había hecho en el Estadio Nacional. Solidario y generoso, contribuía en todo para mantener en alto el espíritu de sus compañeros. Sin que se lo propusiese, poseía condiciones de líder.
Numerosos jóvenes profesionales o egresados universitarios lo seguían y respaldaban en sus iniciativas. Nada de lo que acontecía en la reclusión le era ajeno. Todas las actividades y competencias programadas tenían en él, no el mejor, pero tal vez el más entusiasta. Ese joven ingeniero agrónomo, llevaba consigo la belleza de un niño. Gozaba haciendo bromas y picardías en el transcurso de los juegos. En las competencias de vóleibol era un espectáculo aparte. En medio de la seriedad con que los rivales pugnaban por los puntos, el salía con inesperadas bromas. Se producía el relajo y Luis Alberto reía como un pelusa de diez o doce años.
Su imagen quedó grabada para siempre. Se hizo indeleble. Con su frágil figura, el rostro moreno y delgado, la irónica sonrisa, la polera blanca y los raídos pantalones a media pierna y alpargatas carcomidas, saltando y riendo de un lado a otro.
La noche anterior a que se le sacase del campamento, junto a otros prisioneros, sus amigos y compañeros le hicieron una comida de camaradería. Fue una noche de canto y emociones encontradas. Fue la despedida definitiva. Nunca lo volvieron a ver.
La incertidumbre del destino que siempre rodeaba a quienes eran sacados del recinto, era mayor con este joven. Ella se disipó con el anuncio de Radio Moscú de que Luis Alberto había sido expulsado del país. Se pudo respirar tranquilo. Estaba a salvo y en tierras de pueblos extraordinariamente solidarios.
Escribió, en el exilio, un notable libro acerca de su cautiverio: “Escribo sobre el dolor y la esperanza de mis hermanos”, aunque desgraciadamente no ha sido divulgado en Chile.
Residió algún tiempo, junto a su joven esposa, en Bulgaria Socialista. Al poco tiempo cayó fulminado por un ataque cardíaco en las playas de dicho país. Su debilitado organismo no pudo resistir más.
Su imagen pervive en cuantos lo conocieron y amaron. Así sucede con los que llevan la alegría en el corazón.
“Contar para saber”
Chacabuco – Puchuncaví – Tres Alamos 1973 – 1975
Mario Benavente Paulsen
mariobenavente@vtr.net
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