domingo, 25 de julio de 2010

ANDREA INSUNZA DESPIDE A SU ABUELO LUIS CORVALAN: SEGUIR EL CURSO DE LA VIDA EN MEDIO DE LA TORMENTA



Hace un tiempo atrás, cuando se celebraba el 97 aniversario del partido, mi abuelo le comentó a mi madre que planeaba vivir los siguientes tres años, hasta celebrar el centenario del PC. Con eso, le dijo, se daba por satisfecho.

Mi abuelo era así. No es que expresara una ambición desmedida, pues era ante todo un tipo humilde y realista: lo que ocurre es que él vivía por y para el partido, y esperaba, entonces, celebrar los 100 años de la organización a la que dedicó su vida. En rigor, y esto lo sabemos todos, por esa pasión arriesgó literalmente su vida y pudo haber muerto mucho antes. Pero zafó. Y quizás por eso, aunque ya tenía 93 años vividos en plenitud e intensamente, nos tenía acostumbrados a sentir que era, de alguna manera, inmortal. Que estaría siempre en casa, aprovechando el parrón en el verano, refugiándose en su escritorio durante el invierno, escribiendo sus libros, obligando a la abuela a poner más puestos en la mesa para recibir a los viejos y nuevos amigos, y compartiendo con sus hijas, yernos y nuera, nietos y bisnietos. Por eso, quizás, nos cuesta tanto acostumbrarnos a la idea de que no volveremos a verlo más.

Mi abuelo fue, ante todo, un tipo sencillo y honesto en su sencillez. Nació en una familia humilde y admiró profundamente a su madre Adelaida, pues fue ella quien se hizo cargo de criar a cinco hijos abandonados por el padre cuando mi abuelo tenía apenas 5 años. De ella aprendió a nunca darse por vencido, pues la bisabuela Adela, una mujer que no sabía leer ni escribir, tomó las riendas del hogar, se hizo costurera a domicilio, alimentó a sus hijos, y los educó para socorrerse mutuamente. Siempre, y hasta el miércoles en que nos dejó, mi abuelo tuvo cerca el retrato de su madre, y siempre manifestó un profundo agradecimiento hacia sus hermanos y, especialmente, hacia sus hermanas, quienes lo ayudaron con enorme fidelidad.

En un hogar en que no se celebraban los santos, los cumpleaños, la pascua, ni el Año Nuevo, mi abuelo aprendió desde niño a lidiar dignamente con la escasez. Quizás por eso prefería el pipeño al buen vino, la comida casera a los restaurantes, la huerta propia y los corrales de pollos y cerdos, antes que el supermercado, en fin, la vida sencilla y austera a la que nunca renunció. Decía él que había que enseñar con el ejemplo, y así lo hizo.



Mi abuelo se comprometió con los más humildes desde pequeño. Él contaba que la única vez que contrarió a su madre fue cuando ella le reprochó que jugara con niños aún más pobres que él. “Pero mamita, -le dijo- ¿le gustaría a usted que otra madre le dijera lo mismo a su hijo que hace amistades conmigo?”. Después vino la Escuela Normal, su ingreso al PC, y la carrera política que todos ustedes conocen. Su gracia, para nosotros, es que era de verdad un comunista en toda la línea. Él no sólo fue parte de su pueblo, no sólo se puso del lado de su pueblo, y no sólo lideró cuando le tocó liderar. Mi abuelo, ante todo, creyó en su pueblo. Confiaba en él, lo respetaba, le reconocía sabiduría, y eso explica que se embarcara en el proyecto en que se embarcó: uno que descansó en el aprendizaje, el compromiso, la organización y la movilización social y democrática, buscando la unidad y la amplitud. Él creía en la máxima de convencer para vencer y eso hizo: fue un Republicano con vocación de mayoría.

Es cierto. El Tata vivió por y para el partido, y tuvo la fortuna de toparse con mi abuela, una mujer criada entre comunistas, lo que le facilitó las cosas: pudo desplegar su convicción sin límites, involucrando a la familia entera, aunque sin nunca descuidarla. Porque el abuelo, en las duras y en las maduras, estuvo siempre preocupado de lo que él llamaba la “retaguardia”: mi madre y mis tías recuerdan que en los años en que el Partido crecía, cuando él era secretario general y parlamentario, siempre se las arregló para almorzar o comer en casa. Cuando no pudo estar con ellas, cuando fue relegado en el gobierno de Ibáñez, cuando tuvo que fondearse en el de González Videla, después del Golpe, durante el exilio, y cuando regresó clandestinamente a Chile el ’83, también estuvo presente, a pesar de la distancia.



Hay una escena notable que refleja esto: exactamente diez días después del Golpe, cuando mi abuelo se encontraba clandestino y era intensamente buscado, se celebraba el cumpleaños de mi abuela Lily y mi tía Viviana, ambas nacidas un 21 de septiembre. Por seguridad, mi abuela se alojaba en otra casa, mientras Viviana lo hacía en un departamento. Nunca supieron cómo lo hizo, pero el hecho es que esa mañana, en la puerta de estos improvisados refugios, apareció la mitad de una torta de cumpleaños para cada una de ellas. En esos momentos críticos, riesgosos, oscuros, él les hizo saber que estaba bien y les hizo llegar un mensaje de cariño.

Después, cuando cayó detenido y pudo iniciar contacto por correspondencia, siguió siendo un activo esposo y padre. He leído esas cartas muchas veces, porque me emociona constatar cómo mis abuelos construyeron una familia así de sólida en medio de tanta adversidad. En esas cartas él parte por tranquilizar a la familia diciendo que está bien y pide algunas cosas –ropa, remedios, cigarros y libros, principalmente-. Pero rápidamente se extiende en lo que le importa: manifiesta su preocupación por si mi abuela cuenta con lo necesario para vivir y propone una serie de soluciones, como tramitar su jubilación; pregunta por Luis Alberto, entonces prisionero en Chacabuco, y por Ruth y Diego, su primer nieto; le preocupa que a María Victoria le vaya bien en el colegio, y se fija hasta en sus notas: la felicita por las buenas, pero le pide mejorar en matemáticas, y hasta le aconseja que durante las vacaciones haga ejercicios y escriba una plana diariamente; a raíz de la expulsión de Viviana de la Universidad, le señala que si no es posible que retome sus estudios como profesora de danza busque otra alternativa, aunque sea temporal, pero le insiste en que por ningún motivo deje sus estudios –“nosotros no tenemos nada, eso es lo único que podemos dejarles”, le escribe a mi abuela en una carta-; y, finalmente, a mi madre, Lily, la insta a seguir adelante con sus planes de matrimonio aunque él no pueda estar presente y le señala que no espere a su liberación para tener hijos. “En cuanto a otro nieto –le escribe- no esperes que pase el tiempo. En medio de la tormenta la vida debe seguir su curso. Tú no habrías nacido si tu mamá y yo pensáramos de otro modo”.

Tres años estuvo preso y él se mantuvo firme, repitiéndole a mi abuela y a sus hijas, “que nada ni nadie podrá hacer mella en mi moral”. En esas circunstancias vivió el peor de los dolores para un padre: en apenas unos minutos mi abuela fue autorizada a informarle del fallecimiento de su hijo mayor, Luis Alberto. Nunca me he explicado muy bien cómo lo logró, pero el hecho es que el abuelo –y la abuela, mi mamá y mis tías- le echaron para adelante y Ruth, la viuda de Albertito, pasó además a ser una quinta hija.



Las dictaduras, lo sabemos todos, son sinónimo de horror, de muerte y de exterminio. Pero tienen otro efecto sutil, casi imposible de mensurar: la alteración de la vida cotidiana, de la vida familiar.

Piensen ustedes que a raíz del Golpe mi abuelo no pudo asistir al funeral de su hijo; no estuvo con sus dos hijas mayores cuando se casaron; y durante años tuvo que conformarse con ver a sus nietos mayores sólo esporádicamente: Dieguito nació a fines del ’72, y tiempo después del Golpe partió al exilio junto a su mamá; yo nací el ’75 y mi abuelo me conoció en un campo de concentración; del nacimiento de mi hermana Ximena se enteró en Moscú y la conoció años después, cuando viajamos a verlo.

Afortunadamente, estando en la Unión Soviética, sí asistió al matrimonio de María Victoria con Rodrigo, y disfrutó del nacimiento de su nieta Adela, con quien compartió sus primeros años. A Julieta, en cambio, la mayor de María Victoria, la vino a conocer en Chile, pues él ya había ingresado clandestinamente al país cuando su quinta nieta llegó al mundo.


Mi abuelo valoraba profundamente la familia. Con los años tomó contacto con sus hermanastros. También acogió a la familia de mi abuela: vivió con su suegro y quiso mucho a la tía Irma. A los yernos los trataba con cariño y respeto, aunque siempre diciéndoles que no cabía mayor efusividad, pues se habían quedado con lo mejor que tenía: sus hijas.

El abuelo tuvo que hacer muchos sacrificios. Aunque ingresó a Chile clandestinamente en 1983 –dejando a su familia en Moscú- recién a fines de los ’80 tomó contacto con la única hija que estaba en Chile: mi mamá. Entonces mi hermana y yo lo conocimos de verdad, en El Quisco, cuando parecía un hermitaño, y comenzamos a visitarlo con alguna frecuencia. Él disfrutaba esa cercanía. Por eso, también, una vez recuperada la democracia, el abuelo resolvió vivir en Chile con una de sus hijas cerca, para así disfrutar a las nietas menores: a Julieta, que llegó al país con apenas un par de años, y a Irina y Catalina, quienes nacieron finalmente en la patria. De todos nosotros se preocupó siempre. Tolerante, como pocos, nos dejó seguir nuestros caminos lejos de la militancia política, algo que estoy segura le dolió en alguna medida, aunque nunca escuchamos un reproche de su parte. Con las nietas menores tuvo oportunidad de chochear, de aconsejarlas, de regalonearlas. Hasta hace no muy poco, por ejemplo, llevaba a la pequeña Catalina hasta el jardín infantil o la iba a buscar.



Pero le faltaba algo. Su felicidad fue enorme cuando supo que Adelita estaba embarazada, y más grande aún cuando se enteró de que el nieto sería hombre. No satisfecho con eso, hace cuatro años, cuando mi primo Diego visitó Chile para celebrar los 50 años de matrimonio de mis abuelos, le dijo que era hora de sentar cabeza, de buscar una compañera, de hacer familia, y de tener hijos. Lo logró: en 2009 nació su segunda bisnieta, Numa Tlaneci. Hoy Dieguito está en México, construyendo su casa con sus propias manos, tal como el abuelo lo hizo tantas veces.

Todos nosotros nos enamoramos de mi abuelo y lo admiramos a rajatabla. Hicimos lo posible porque se sintiera orgulloso de nosotros, y aunque sabemos bien que no hay cómo llegarle ni a los talones, seguiremos buscando la forma de honrarlo.

Abuelo querido: no será nada fácil acostumbrarnos a vivir sin ti. Pero empezaremos por acoger tu consejo: seguir el curso de la vida en medio de la tormenta.

Andrea Insunza

1 comentario:

Hector Morales Henríquez dijo...

La misma palabra CORVALAN se relaciona con la palabra "corazón". Lo que nos deja, quizás, como herencia la vida de Luis Corvalán es una pregunta; ¿Cómo es posible que nazca alguien tan dotando de inteligencia, de principios, y conductas que hablan por si misma: concecuencia, vigor, caracter, audacia, todos esos atributos al servicio de una causa; los trabajadores.